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Written by Abre on viernes, 5 de diciembre de 2008 at 0:40





A toneles la tinta roja se derrama en las imprentas, para las impresiones impostergables impuestas de la noticia impostora: la crisis financiera.
Los Estados Unidos de Norteamerica, de un día para el otro, expurgaban su crisis ensuciando los mapas contingentes.
Toda la propaganda estaba en marcha. Y tan pronto como fuese necesario el mundo debía saber, entender, comprender e inclusive temer por el futuro de esa nación; todos en el planeta serian arrastrados por esta crisis. Llevados de la mano como ciegos sin bastón, con mentiras al oído para los sordos, o persuadidos con el gran aparato informático, para alfabéticos y pensantes. El terror debía ser diseminado entre las clases medias y altas con más aversión al riesgo monetario.
Los daños americanos se pagaban entre todos. El erario se repartía entre unos pocos. Y todos queriendo o sin querer, iban a meter los pies al fango de la trinchera.
La víctima se ha de convertir en victimario.
Usted debía saberlo, era un asesino devenido a víctima, sin quererlo, en complicidad o desoyendo las voces del orden, de la naturaleza, a los cotidianos, a los sanos.
El subterfugio de los apetrolados y poderosos fue allanado ante la falta de compromiso democrático de los pueblos, transmitido de generación en generación. Los mismos que se unirían tardíamente en la última gran manifestación mundial (la gran última, como se llamó) a fin de encontrar lo perdido por ellos en ellos. Aquello fue un aturdido recuerdo: nos vimos golpeándonos los corazones e infligiéndonos de castigos verbales ante nuestras frivolidades y banalidades de aquellos tiempos recién idos.
El mundo se había construido por atomizadas mentiras y ahora todos eramos algún átomo para esa bomba.

La radio se callaba toda, el periodista editorializaba la noticia más importante. La crisis financiera era un pulpo en su garganta. Él, un hombre de la derecha, comunicador social al servicio de las grandes empresas, no supuso que su modelo americano iba a temblar de tal modo.
Estábamos en el segundo lunes negro del 2008. Octubre apretaba.
Un radio-reloj despertaba el cuerpo y despabilaba algunas mentiras.
Me bañe bajo las aguas clorificadas del edificio. Hoy daban picazón de espalda. Un toallón húmedo me acompaño hasta la cocina, donde detoné los fuegos a una seudo agua para un seudo cafeinado. Observé la pantalla de la PC y encendí la vida virtual de la televisión. La crisis emergía. Tocaba el techo, se colaba hacia las nubes del cuarto piso, derrotaba al financista del quinto, saqueaba la pensión de un noveno y se arrojaba de un décimo tercero como basura. La escollera de mi taza se abatía ante el calor colorado de letras iridiscentes en CNN. Un triste capuchino instantáneo se derramaba hacía mi aorta. La cafeína olía a mugre de hombre.
Como todas las mañanas, hice el prolijo nudo corazón a mi corbata importada. Me pregunté, y es que hoy tampoco sabía, ¿qué función tenía aquel trapo estaqueando mi garganta? ¡Colgando a mi cuerpo! Tal vez si sobrevivía a estas mañanas formales, en alguna víspera de inteligencia encontraría la mentira anudada.
Mientras desayunaba noticias y rezongaba por panes negros, tostados y quemados, tomé el libro de Murray y Millett, La guerra que había que ganar; el primer párrafo de aquel primer capítulo era revelador:

En las alturas de los Alpes bávaros, en agosto de 1939, un grupo de alemanes alzó los ojos hacia el cielo y contempló una espectacular aurora boreal qué cubría totalmente el cielo septentrional de trémula luz roja como la sangre. Uno de los espectadores escribió en sus memorias que "el ultimo acto de Götterdämmerung no hubiera podido escenificarse con mayor efecto". Otro espectador, un meditabundo Adolf Hitler, comento a un ayudante: "Parece mucha sangre. Esta vez no lo conseguiremos sin violencia". Hitler, el autor y perpetrador de la catástrofe que se avecinaba, sabía muy bien lo que decía porque estaba a punto de desencadenar otro terrible conflicto, primero sobre Europa y luego sobre el mundo.

Ya era tarde.
Alguien con mucho poder había echado mano a la misma práctica de excusas tal como Hitler, para desarrollar un conflicto en cadena.
En el siglo XXI las explicaciones podían venir de los cielos, los oráculos volvían a revelar, los pájaros de mal agüero y las brujas echaban por tierra la racionalidad. El clero por lo bajo pronosticaba "algún apocalipsis".
De todo se valió para encadenar los próximos hechos trágicos.

El dinero había sido condición para la adicción de bienes.

Todo marchaba símil preguerra.

Antes de partir hacia mi trabajo, en el banco, suspendí una mirada balconera: desde el tercer piso se abrió el cielo celeste, bello, apacible; él nos cuidaba. La habitación susurraba la transmisión radial; el Servicio Meteorológico Nacional con su rutinario "hombre lluvia" pronosticaba - "hoy tormenta en la región norte".